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Tres años van corridos desde que empezó la persecución violenta en que han sido arruinadas mi libertad y mi fortuna, y más de una vez en ellos he tomado la pluma en la mano para rechazar las calumnias de mis enemigos y atender a mi defensa. Pero siempre he vuelto a dejarla, por parecerme este cuidado unas veces inútil y otras superfluo. ¿Qué esperanza, en efecto, puede tenerse de ser bien oído de un público que acoge sin ira y sin escándalo tantas invenciones contradictorias y pueriles, tantos absurdos sobre hechos y caracteres conocidos y notorios? A quien la inocencia y publicidad de sus acciones no le son defensa bastante, ¿se la darán sus palabras? Por otra parte, me parecía que esta misma inocencia y publicidad, unidas a la ruindad y vileza de las acusaciones, excusaban toda discusión ulterior para con los hombres sensatos é imparciales, de cuya opinión sólo se cuida el hombre bueno. En una contestación sobre lealtad, consecuencia, amor al bien público, probidad y buena fe, comparados entre sí los contendientes, pudiéramos decir nosotros lo que Boecio: ¡Es posible que no se corrió la fortuna, ya que no de la ignorancia del acusado, por lo menos de la bajeza de los acusadores! A estas razones de silencio se añadía la persuasión, ó más bien convencimiento, en que me hallaba de ser inútiles todas cuantas pruebas y alegaciones pudiera acumular en la causa que se me seguía. Mi suerte y la de mis tristes compañeros estaba irrevocablemente decidida desde que se resolvió nuestra prisión: más ó ménos dura, más ó ménos tarde, nuestra condición no podía ser otra que la de proscriptos; porque en las discordias y contestaciones políticas no se oyen alegatos de justicia, ni se siguen trámites de foro. El vencido cae, y el vencedor resuelve; y según su furor, sus recelos, su compasión ó su desprecio, así absuelve, así olvida, ó inexorablemente condena. Mas estas consideraciones, que recibían toda su fuerza de la situación y circunstancias de entonces, ceden ahora a otras de más importancia y peso. El tiempo ha transcurrido; nuestra persecución y nuestra ruina son ya en España un estado natural, que ni en pro ni en contra se extraña ni se admira; las prevenciones cunden y se arraigan, y el que-nos acusa ménos, ese nos tacha de imprudentes que merecen su suerte por su temeridad y su ilusión. Bueno será, pues, para desengaño común, que cada uno manifieste lo que ha sido, lo que ha pensado, lo que ha deseado en esta crisis extraordinaria. Tal es el objeto que me propongo en este escrito, que. no sé si tendré la fuerza de acabar, y que no espero poder jamás dar a luz. Pero a lo ménos mi familia y los buenos aunque pocos amigos que aún conservo, verán que no he sido indigno de su estimación ni de su cariño; al paso que los hombres imparciales que por haber oído con algún interés el nombre de Quintana quieran saber cómo se ha conducido en tiempos tan difíciles, tendrán en la Memoria presente una pintura fiel en que mirarme, y decidirán entre mí y mis perseguidores. Antes de que empezase la agitación pasada disfrutaba yo de una situación la más agradable que pudiera desear un hombre de letras. Los destinos que desempeñaba me sostenían con ensanche y con decencia. Mis estudios me habían adquirido una reputación suficiente a ser honrado y estimado donde quiera. La aceptación general que habían conseguido mis poesías líricas y la atención con que se sostenían en el teatro mis dos tragedias, a pesar de la grande contradicción que sufrieron al principio, me daban un lugar bastante recomendable entre los cultivadores de la poesía española. El primer tomo de la obra Vidas de españoles célebres. histórica proyectada en honor de mi Patria y utilidad de la juventud española, había merecido el aprecio de propios y de extraños, tanto que de todas partes se me animaba a su continuación. Mi carácter1 y mi conducta, ajenos de toda intriga, de toda adulación, de toda malignidad, me habían ganado el aprecio hasta de aquellos mismos que no convenían conmigo en principios de crítica y de gusto. Contaba, es verdad, con algunos detractores literarios; mas no tenía ningún enemigo personal. Todos mis deseos se cifraban en pasar la vida entregado al estudio y al retiro, cultivando los libros y la amistad, y dedicado a justificar la reputación, tal vez anticipada, que habían merecido mis primeros ensayos. Llegar a componer algunas tragedias que fuesen recibidas bien de público y estimadas de los inteligentes, y escribir un buen trozo de historia era toda mi ambición y todas mis miras; ni más honores, ni más empleos, ni más ganancias. Mi estado, pues, era feliz sin más penas ni desazones que las que lleva consigo la condición humana. Así en vez de desear una revolución para aventajarme, todo lo tenía que temer de ella, si llegaba a suceder. Profundamente afligido con todos los españoles del estado de degradación y de miseria en que se hallaba mi Patria, deseaba que sucediese en ella una reforma que la sacase del fango vergonzoso en que estaba sumergida; pero no en los términos con que se había hecho en Francia, cuyo mal éxito debía escarmentar hasta a los más temerarios. Mi edad había ya pasado de la época de la exageración y de la efervescencia juvenil, y mis ideas y principios en esta parte se moderaban por los años y la experiencia. Propenso por carácter a la equidad, al decoro, a la dignidad y civilización humana, ¿cómo podría desear estos trastornos políticos que desatan todos los vínculos de la naturaleza y la justicia, ahogan las luces, se tragan los talentos, corrompen de una vez las costumbres, y por raudales de sangre y montes de cadáveres y ruinas levantan a un ambicioso insolente a la cumbre de la fortuna? Esto era lo que yo había estado viendo por veinte años en Francia; ¿y lo querría para mi Patria? Mas lo que no quería era que ella siguiese siendo víctima de una arbitrariedad ciega que por más de tres siglos la estaba consumiendo; lo que no quería era que toda la nación estuviese vilmente arrodillada a los pies de un Visir que la mandaba a su antojo; lo que no quería era que siguiese embrutecida y miserable, a despecho de la naturaleza de su suelo y de los talentos de sus habitantes; no quería que un pueblo destinado por su situación, si no a ser el primero de la Europa, por lo ménos el más independiente y el más rico, no hiciese más papel en el equilibrio político que el de un satélite servil de la Francia; no quería, en fin, que siguiesen por más tiempo influyendo tristemente en nosotros las leyes, las costumbres, las instituciones, si tal nombre puede dárseles, que a tal estado nos habían conducido y que nos habían hecho la irrisión de todas las naciones ilustradas. Estos eran los deseos de todos los hombres sabios y virtuosos de España. ¿Por ventura era delito en mí desear lo que ellos? Mas la voluntad de un particular nulo y oscuro era bien insignificante y tenía que limitarse a estos deseos estériles y a ilusiones imposibles. Yo obedecía las leyes, respetaba las costumbres, me mantenía en mi retiro y oscuridad, y me contentaba con no ayudar al ejemplo del escándalo y de la degeneración universal. Rompe, en fin, esta revolución desastrada con la escandalosa causa del Escorial. Manifestóse a la España y a la Europa la funesta división de la Real familia; los proyectos descarados y ambiciosos del favorito insolente; y a unos y otros envueltos en las redes capciosas del Sultán de la Francia para perderlos a todos. No repetiré aquí lo que ya en otro tiempo se ha dicho por mí y por tantos acerca de este acontecimiento fatal. ¡Pero qué de males, qué de trastornos se hubiera excusado esta desdichada Nación, si la energía que mostró pocos meses después la hubiera desplegado entonces, y reducido a polvo al infame favorito hubiera mostrado al Rey padre el precipicio que se abría delante de sus pies! Con este sólo esfuerzo los planes de Napoleón estaban destruidos, el orden total de los sucesos variado, y la reforma se hubiera dispuesto y comenzado con mejores auspicios, sin guerra, sin desolación, sin divisiones y sin venganzas. Mas este esfuerzo era imposible, porque la opinión pública, careciendo de órgano legítimo por donde explicarse, tenía que estar reducida al silencio, y no podía manifestarse sin las apariencias y efectos de un desorden y de una rebelión. El gran crimen que se meditaba se hubiera consumado, sin que los españoles atónitos é indignados pudiesen impedirlo. No se consumó, sin embargo, acaso porque el instrumento principal tuvo miedo al tiempo de dar el golpe. La acusación atroz de parricidio, intentada públicamente por el Rey contra su mismo Primogénito, paró en un proceso vano y casi ridículo contra sus supuestos cómplices, que absueltos por los jueces fueron condenados por la corte, unos a prisiones, otros a destierros. Las cosas quedaron en el mismo estado que antes; pero a la nación se la dio el primer ejemplo, tan seguido y frecuentado después, de preparar golpes de Estado con calumnias atroces y absurdas, para perder las víctimas que se designan; de formar procesos para no terminarlos, ó terminarlos según antojo; de no tomar cuidado ninguno por lo que podrá pensarse de semejante inconsecuencia, y de abusar insolentemente de las formas de la justicia, y de la paciencia y credulidad pública. Siguiéronse a la causa del Escorial el tratado ridículo é ilusorio de Fontainebleau, la entrada de las tropas francesas, la invasión de Portugal y la ocupación de las plazas fuertes de nuestra frontera, con cuyo apoyo los franceses, en fuerza mandada por Murat, marcharon derechamente a Madrid. Precipitábanse los sucesos unos tras otros, y la catástrofe que se preparaba se anunciaba en estallidos; mas no por eso la autoridad salía de su letargo, y la nación indignada se veía entregar atada de pies y manos en poder del usurpador. No teniendo ya otro arbitrio que la fuga, Godoy quiere ejecutarla con toda la corte; pero es tarde y sucumbe: la explosión revienta en Aranjuez, el Rey renuncia, el Príncipe sube al trono, y el pueblo español aplaude con exaltación y entusiasmo, creyéndose ya libre de la opresión, y viendo a su frente el objeto idolatrado de su cariño y de sus esperanzas Pero esta llamarada de gloria y de alegría no duró más que un momento. Napoleón, contrariado en su plan con la revolución de Aranjuez, no quiso ceder un punto de sus proyectos y redobló el descaro y la violencia. Antes parecía adicto al partido del Príncipe de Asturias; mostróse después protector del Príncipe de la Paz; y los españoles que esperaban su castigo se vieron indignados, a la sombra de las bayonetas francesas, reírse de su vano furor y escapar al fin de su venganza. La nueva corte, intimidada con la fuerza que ocupaba a Madrid, y seducida por sus engaños, creyó poder conjurar la nube yendo a tratar personalmente con su enemigo y poniéndose en sus manos. Siguiéronse a esta imprudente y fatal medida la marcha de los Reyes padres, el terrible 2 de Mayo, la ida del resto de la familia Real, las renuncias de Bayona, el nombramiento del Rey José, y la aceptación forzada de las autoridades amedrentadas de la capital. La Nación, pues, se vio desamparada y sola, sin gobierno, sin recursos, sin punto alguno de reunión, disuelto completamente el Estado, y sin más arbitrio que el de abandonarse a las garras del tirano, ó sumergirse en los horrores y desórdenes de una anarquía. Tal fue el fruto y las consecuencias fatales de la confianza ilimitada y del poder absoluto que los españoles tenían depositado en la autoridad suprema que los regía. Para no sucumbir a una situación tan deplorable era preciso un prodigio político y moral, como tal vez no se había visto en los anales del mundo. Este prodigio se hizo, y con él un nuevo orden de cosas tuvo necesariamente que empezar. De todos estos grandes acontecimientos no podía caberme más parte que los sentimientos de exaltación, indignación y terror que alternativamente inspiraban en los ánimos de los buenos españoles. Pero los sucesos que iban a seguir, no podían dejarme en la misma inacción, y el tiempo iba a llegar en que me era necesario manifestar estos sentimientos con toda la energía y vehemencia de que yo fuese capaz. Nadie ignora cuánto obra la opinión en las crisis políticas, y cuánto influyen en ellas los hombres de letras. El retiro, el silencio les es imposible entonces, y agitados del celo, de la ambición y de la presunción también, ellos son los que generalmente en estos casos abren la senda ó la allanan a los estadistas y a los militares. En la crisis en que se hallaba en aquella época la Nación española, la opinión necesariamente se debía dividir en tres partidos: uno el de ceder a la agresión francesa y sufrir la coyunda del tirano; otro el de resistirla con todos los medios y con todos los sacrificios; otro, en fin, de mantenerse a la mira, no hacer nada exclusivamente por una ni por otra causa, y estar a viva quien vence. El primero y el último eran demasiado repugnantes a mi carácter y principios; y el cantor de Padilla y de Pelayo debía por necesidad declararse irrevocablemente por el segundo2 Aún no se había dado por las provincias el grito de insurrección, cuando Ofarril, viendo el mal éxito de las tentativas hechas por los escritores de su partido para conciliarse la opinión, me excitó y convidó a que yo me encargase de esta empresa. Diez años hacía que yo trataba a este hombre, y que estaba recibiendo de él un aprecio y unas atenciones que en extremo me lisonjeaban. Gran militar, hábil político, hombre de bien, lleno de instrucción y de talentos, uniendo a los modales finos y urbanos de un hombre de mundo las costumbres graves y austeras de un filósofo; él reunía todas las opiniones, todos los votos, y pareció en aquella crisis la columna más firme en que la Patria podría apoyarse para no sucumbir. Cómo fueron defraudadas tan bellas esperanzas, y cómo el escudo de la Nación vino a serlo de sus enemigos, no es de este lugar decirlo. Pero fácilmente se comprenderá cuán empachoso debió de ser para mí oír de él entonces una proposición semejante; descubrir enteramente el triste partido que había abrazado, y tener que dar una lección de lealtad a un personaje de aquel carácter, aunque moderada con toda la circunspección y modestia que tanto mi genio como la costumbre de estimarle me inspiraban. En el discurso de nuestra conferencia me hizo valer la determinación irrevocable del Emperador, sus fuerzas irresistibles, el asentimiento de todas las potencias de Europa a sus intentos, la nulidad de medios y recursos en que se hallaba España, la imposibilidad de una insurrección, el delirio de esperarla, la desolación y desgracias infinitas que se seguirían a los levantamientos parciales que pudiese haber, la gloria de contribuir con mis estudios y talentos al sosiego y felicidad de un país irreparablemente ya perdido; en fin, su ejemplo mismo, que, a despecho de su amor a la patria y de sus buenas intenciones, se veía obligado a seguir aquel partido por ser el único que aconsejaba la razón y la prudencia, arrostrando las hablillas y el desconcepto de una opinión absurdamente extraviada. A esto repuse en breves razones, cual convenía entre dos personas que, decididas irrevocablemente, no podían convencerse una a otra: que el instinto moral de la Nación española sería más fuerte que todos los cálculos políticos y militares; que según la disposición y los sentimientos que la agitaban, y vista la violencia y perfidia con que Bonaparte había ejecutado su agresión, la insurrección tarde ó temprano se verificaría y la fortuna decidiría del suceso; que mis talentos y mis estudios, cualesquiera que fuesen, servirían entonces a mi patria en lo que ella quisiese emplearlos; que si nadie se movía y todos sufrían el yugo, a lo ménos yo habría conservado mi opinión intacta hasta entonces, único bien que en la medianía de mi fortuna me hacía estimar y respetar. En medio de la degradación, añadí, y del envilecimiento en que han estado generalmente las letras en la época que acaba de pasar, yo me he mantenido en pie, usted lo sabe; no es bien que sea yo solo ahora el que me ponga de rodillas. Desengañese usted, mi general, trocar la opinión del pueblo español por medio de arengas y de escritos, es cosa imposible. No digo mis talentos, que son tan pobres, pero si se reunieran en un solo hombre todas las gracias, toda la elocuencia y toda la habilidad de cuantos grandes escritores ha tenido la Europa moderna desde Dante hasta Buffon, en vano se esforzaría en ganar para Napoleón las voluntades de los españoles, en templar su indignación y vencer su repugnancia. Él se sonrió de esto como de una hipérbole poética, y yo me despedí de él para no volvernos a ver más. No se imagine nadie que refiero este pasaje para hacerme mérito de él. Yo no pongo mérito sino en los sacrificios, en aquello que se ejecuta costando mucho a la inclinación y al interés. ¿Tiene mérito acaso la piedra en caer, el pez en nadar, el ciervo en correr? En abrazar el partido en que se hallaban ta honestidad y la justicia, aquel por quien se había decidido la opinión de los buenos, aquel en que podía uno desahogar la indignación profunda y reprimida tanto tiempo contra la opresión y la tiranía, en no infamar, en fin, ni mi pluma ni mi carácter con la apología de una usurpación tan escandalosa y villana, yo no hacía más que seguir mi instinto, mi inclinación, mi gusto, y jamás he pretendido que se me tenga en cuenta para nada.

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